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Nora Constanza Hernández

La primera vez que me supe parte de la familia gimnasiana, estaba recorriendo el colegio con la directora general: Nora Constanza Hernández. Ella, entre orgullo y nostalgia, me presentaba cada uno de los espacios que lo componen, en medio de semblanzas de su niñez y de sus primeros años como líder de esta institución, dejando patente en sus palabras que el Gimnasio Campestre, antes Baby Garden, no sólo ha sido un proyecto, sino también un sentido de vida para las mujeres que una vez lo soñaron: Lilia Galindo de Posada y Ruth Álvarez de Hernández, y su familia, y que, por lo tanto, es un lugar para llegar y quedarse.

Norita, como es conocida cariñosamente, nos cuenta un poco de su experiencia como estudiante del colegio y comienza su narración diciendo: “Evocar el lugar que en la niñez nos acoge, es cerrar los ojos y tener la posibilidad de ese encuentro mágico con un «lugar para soñar». Esta es la primera imagen que compone el collage de su memoria, con fotografías dispersas y distantes en el tiempo, pero enmarcadas y protegidas en aquel mencionado sentido de vida, reunidas para hablarnos, con la mayor sinceridad y amor que la caracterizan, de la memoria del colegio. De aquel lugar cuyos espacios conservan la historia de miles de niños y niñas, con sus risas, sus llantos y sus rabias, los cuales han construido parte importante de sus vivencias en medio de un ambiente natural, esos mismos niños y niñas que han trepado el

Árbol del Amor, que han corrido por la pérgola ante las miradas vigilantes de los profesores, que han aprendido a tocar instrumentos o a sacar sus mejores pasos de baile, que han almorzado en medio de profes, otros colaboradores y compañeros de cualquier edad en el restaurante, o que se han dado chapuzones en la piscina. Se trata de momentos que seguirán haciendo parte de la misma institución. Así las cosas, en su momento, una de aquellas niñas que corrían y reían, fue ella, la propia Nora, quien ahora, con su cabello completamente blanco, es una anfitriona excepcional de La Cabaña, lugar que desdibuja las líneas de la autoridad y se convierte más en una oficina de orientación para todos.

Sus años de estudiante se reconstruyen entre el olor al madroño, a la guama y el café; ante el sonido de la quebrada cristalina donde Ruth, su mamá, les compartía la clase de Ciencias Naturales en medio del canto de los grillos,

del croar de los sapos y el movimiento de las ramas de los árboles; del sentir de la brisa fresca en el rostro o de la suavidad de la hierba en las plantas de los pies; de la sazón de Marujita a quien recuerda con cariño; de la silenciosa compañía del imponente nevado del Tolima, que también hace parte del paisaje del colegio, en medio de un ambiente verde, color que, entre otras propiedades, es símbolo de prosperidad y balance espiritual, como bien lo afirma Nora. Cada imagen, cada canto de las cigarras y las aves, el aroma del aire, le permiten encontrar en su mente lugares fascinantes, como aquellos viejos árboles, primeros propietarios de este lugar, más los árboles que habrían de venir, pues, junto con los profes en aquellos años sesenta, los sembraron con toda la entrega y cuidados especiales, es decir, todo el amor; árboles que hoy son criaturas grandes, cincuentonas, con robustos brazos que dan sombra y frescura en el camino hacia el área de Bienestar.

Esta crónica, narrada a partir del espacio, retoma algunos lugares que para Norita son de gran importancia. Es así como ella decide continuar su narración hablando del Salón de danza, con las barras laterales, donde su profesora de ballet clásico, acompañada del piano, los formó a través de la mística, la creatividad y el amor por cada clase, entrando descalzos a su amado salón de piso de madera. En ese instante, el lenguaje del cuerpo empezaba a fluir en el calentamiento, desde la primera a la quinta posición, y aprendían el “plié, relevé, retiré” (términos en francés, pues es el idioma internacional del ballet). En este lugar aprendieron el rigor de la danza para las presentaciones especiales de obras clásicas en el Teatro Tolima de aquella época, lugar que aún hoy, recibe el talento de todos los estudiantes del Gimnasio Campestre, condensado en una obra de teatro donde todos aportamos un granito de arena a este evento de enorme importancia para la institución.

En aquel entonces, su colegio de “casitas sin puertas”, en el espacio que ahora ocupan las aulas de química y lenguaje, hallaban el baúl con regletas de madera de diferentes colores para jugar y aprender de sumas, multiplicaciones y divisiones, operaciones que se tornaban divertidas de resolver. El juego consistía en que a cada color le correspondía un número, desde la regleta más pequeña, la blanca de 1cm, hasta la más grande, la naranja de 10cms. Así, de modo muy sencillo, lograban asociar las semejanzas y diferencias que existen en cada regleta, facilitando memorizar para realmente aprender matemáticas,

con la premisa:¿Quién dijo que la matemática no es divertida? En otro de estos salones, encontraban en los cuentos y en el arte la mejor combinación para amar la literatura, al escuchar los cuentos narrados por Melissa Sierra. Recostados en un tapete amarillo sobre cojines, la radiola con los LP de 33 revoluciones por minuto, recreaban las historias en sus mentes, haciéndolas volar para pintar a “Pegaso: el caballo con alas “, donde todo valía si era morado, dorado o blanco, lo importante era que la imaginación no tuviera límites y no pararan de crear.

Otro espacio del que Nora habla con gran cariño es el comedor, porque es el que sintetiza la idea de que nos encontramos en el hogar y todos hacemos parte de esta gran familia. En este mismo espacio, en algún momento de la historia del Gimcam, y de la niñez de Norita, ella almorzó aquí con su mamá y sus hermanos; hoy, sin embargo, lo hace en medio de la familia que le queda aquí, trabajando fuertemente por este sueño: Mauricio, Kevin, Patricia Sánchez, Alex y todos lo que ocasionalmente vienen de visita, y se sientan a la mesa entre estudiantes y colaboradores. Todos con algo nuevo que contar, conociéndonos en la cotidianidad, aprendiendo unos de otros.

Es posible que muchos rincones se queden injustamente sin protagonismo en esta crónica, pero sin duda hacen parte de la historia del colegio, del aquel tesoro de sus recuerdos. Rincones ocupados, por ejemplo, en un día especial como el de la Familia, por todas las familias Gimnasianas que le regalan un día, y lo revitalizan en medio de la danza, las artes plásticas y una sensación espiritual de unión familiar. El paso del tiempo se diluye entre cambios en la infraestructura, la llegada del desarrollo arquitectónico debido al crecimiento paulatino de la institución, a los ires y venires de profesionales en todas las áreas, quienes han hallado un espacio en el Campestre para darle forma a sus sueños; aun así, el transcurrir del tiempo no ha cambiado en nada las bases filosóficas y pedagógicas del colegio. Aquí las relaciones son horizontales, y las necesidades de todos son igualmente valiosas.

Así, en medio del aire festivo que trae la celebración de los 65 años del colegio y sin límites, se reconstruyen día a día los mejores recuerdos en cada flor, cada sonido, cada lugar, cada persona, lo cual nos permite a todos amar este “lugar para soñar”.

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Ruth y Lilia

De la mano de Ruth y Lilia, quienes con su gran ocurrencia abonaron el terreno para seguir conservando este espacio, demostrando a su vez que la forma de los sueños se construye entre cada una de las personas que han quedado prendadas de los espacios llenos de recuerdos del Gimnasio Campestre.